domingo, 13 de marzo de 2011

Tu blogg me parece excelente, no hay muchas de este tipo, donde se comenta un cuadro breve y fácilmente entendible para todo el mundo.¡El mundo necesita más arte!

lunes, 21 de febrero de 2011



Jack Vetriano (Fife, Escocia, 1951). The singing butler, 1992.

      No son pocos los críticos que niegan a Jack Vetriano, no ya su originalidad como pintor, sino la propia condición de serlo. Desertor temprano de la escuela, trabajó como minero en su Escocia natal y no sería hasta los años 70 cuando se iniciase de forma autodidacta por el camino de la pintura. Su mismo agente reconoce que gran parte de sus láminas parten de imágenes fotográficas de revistas e ilustraciones. Sinembargo, el gran público lo adora y es capaz de pagar hasta 750.000& por una de sus láminas, como fue el caso de ésta que tenéis aquí delante, The singing butler. Ningún artista vivo vende tanto como él ni tampoco son muchos los que lo han hecho desde que el arte ha aparecido asociado con los modernos medios de reproducción. ¿Dónde reside por tanto su éxito? ¿En qué consiste entonces su "originalidad"? Bajo mi punto de vista, varias son las razones que explican la gran acogida de Jack Vetriano. Para empezar, hay que decir que Vetriano es un pintor tremendamente decorativo, especialmente apreciado por intelectuales o simples amantes de la evocación que no dudan en colgar en sus apartamentos algunas de sus láminas. Son imágenes que nos retrotraen a los años del cine negro, por donde desfilan gagsters trasnochadores, "muñecas" de compañías dispuestas a saciar las fantasías sexuales de sus clientes, imaginativas veladas de hampones de gustos caros...Por otro lado, plásticamente se trata de obras de cromatismos cálidos e intemporales siempre agradecidos a la vista. Además, los temas conectan con aquellas personas solitarias que ponen en funcionamiento su imaginación buscando otros ambientes y otros mundos. Es imposible, por otro lado, no relacionar, técnica y temáticamente, la pintura de Jack Vetriano con la de otro artista recuperado recientemente, Edward Hopper, con sus personajes esbozados mediante superficies planas sabiamente modeladas, abrumados de soledad y aburrimiento en ambientes sórdidos y devastados. Finalmente, no podemos desdeñar el trascende papel que en pintores/ilustradores como Vetriano tienen los actuales medios de comunicación de masas, internet incluido.

domingo, 20 de febrero de 2011

 
Jean-Honoré Fragonard (1732-1806). El columpio, 1764. Wallace Collection, Londres. 81 X 64cm.

         En el recodo de un  idílico escenario campestre e intimista, una joven es balanceada en un columpio por su marido, quien confiado no parece advertir la presencia de un pretendiente de su mujer oculto entre la maleza. Sobre el amante, y frente a la alegre esposa, una estatua de Cupido pide con su dedo índice discreción a los amantes. Ella pierde un zapato y entreabre su falda ante la mirada encendida del joven. Infidelidad, descaro y pasión rebosan por toda la escena. Un ambiente vaporoso, indolente y colorista lo envuelve todo.
        Fragonar, hijo de sastre, había estudiado con Boucher y Chardin y había viajado a Roma para contemplar las escenografía de Tiépolo y los jardines y ruinas de la ciudad Eterna. Pinta este cuadro por encargo de un noble libertino en pleno reinado de Luis XV, un rey que introduce en la Corte y la alta sociedad en general los gustos relajados, mundanos y seculares de la burguesía, mentalidad muy alejada de la que presidía Francia en tiempos de su tatarabuelo el Rey Sol, y que incluso, al igual que su tutor durante la minoría de edad, el regente Felipe de Orleans, prefirió los pequeños palacetes cercanos a París que los grandes salones de Versalles. No obstante, al rey le gusta complacer a la nobleza y a sus amantes, la Pompadour o la du Barry, una casta ociosa y ya despojada de toda moralidad, y organiza para ellas fiestas como en tiempos de Luis XIV. Son los años finales del Antiguo Régimen, con los que el pintor se identifica (tendrá que huir de París cuando en 1793 estalla la radicalidad revolucionaria), y un presagio de la nueva sociedad emergente.

sábado, 19 de febrero de 2011

Habitación de hotel


Edward Hopper. Habitación de hotel. 1931. Museo Thyssen Bornemisza. Madrid.

       El año 1931, fecha de la datación de este cuadro de Edward Hopper, es el segundo de la Gran Depresión en Estados Unidos. Una mujer, sentada en ropa interior en el borde de la cama de la habitación de un anónimo hotel, hojea un libro que probablemente sea una guía de horarios de trenes, sin que el equipaje haya sido todavía abierto. Seguramente esa mujer, con gesto de frustración y desvalimiento, haya sufrido una decepción amorosa al no haber acudido a la cita su amante. Podemos comprender cómo se siente esa mujer, quien seguramente tenía puestas sus esperanzas de lograr de manera furtiva un poco de felicidad en medio del hundimiento inversor y humano de aquellos años. El rostro, velado por un contraluz, delata el infinito fracaso y soledad que le invade en esos instantes. Al término de la Gran Guerra, la Humanidad en su conjunto dejó de confiar en sí misma. La locura material y hedonista de los felices 20 apenas sirvió durante unos años para anestesiar un profundo sentimiento de decepción ante los valores del ser humano. El crack de la Bolsa de Nueva York devolvió de nuevo a las personas a la más dramática realidad que ha vivido el mundo occidental durante el siglo XX. Calles vacías, incomunicación, relaciones turbias y luces eclipsadas componían el decorado de aquellos años.
     Edward Hopper(1882-1968), de familia acomodada y con inquietudes culturales, se había formado como pintor en la Escuela de Artes de Nueva York, donde ingresó en 1900. Quiso ampliar las posibilidades de su paleta y marchó a Europa en varias ocasiones para captar la diversidad expresiva de las telas de Manet (con sus superficies planas y monócromas), Degas (con sus atmósferas interiores), Toulouse-Lautrec (con la definición de sus contornos) o Goya (con la agilidad de su pincelada). De vuelta a Nueva York formó parte de la llamada escuela Ashcan, integrada por pintores e ilustradores preocupados por captar escenas del naturalismo urbano de la ciudad.

jueves, 17 de febrero de 2011

 
Piero della  Francesca. (1406-1492) Retrato de Federico de Montefeltro y su esposa Battista Sforza,1465-1466. Galería de los Uffizi. Florencia. (47 X 33 cm cada uno).

    Obsérvese este retrato doble de Piero Della Francesca. Una pareja de casados se mira fijamente sin expresar notables sentimientos. Él es Federico de Montefeltro, duque de Urbino, distinción a la que ha accedido desde su condición de condottiero, militar mercenario. Ella, Battista Sforza, asimismo descendiente de otra familia de condottierii, en este caso de Milán. Federico, como guerrero a sueldo, había luchado para diferentes amos, siendo uno de ellos su futura esposa, Battista, cuyo reino, Milán, se encontraba en guerra contra el tirano de Rimini, Segismundo Malatesta. En pago de sus servicios, recibiría de Milán los ducados de Pésaro y Fossonbrone y, como era habitual, la mano de la bermeja Battista. Probablemente, la inexpresividad del rostro de Battista Sforza se acuse más si tenemos en cuenta que su retrato debió de realizarse una vez que ésta había muerto a la edad de 26 años, a partir de su máscara funeraria. Los dos esposos aparecen de perfil, a la manera de los relieves de las monedas romanas (recurso especialmente apropiado para el caso de Federico de Montefeltro, quien había perdido su ojo derecho en uno de sus muchos trajines guerreros, y quien por tanto siempre exigía ser retratado del lado opuesto de su rostro) y la composición y su técnica tenían mucho que ver con los gustos de la pintura flamenca de van Eyck y de Roger van der Weyden, al que Piero de la Francesca debió de conocer personalmente en Ferrara cuando se encontraba allí trabajando para un encargo de la familia d’Este. En primer lugar la técnica al óleo y la témpera, nacida en el gótico tardío en Flandes, pero también la precisión miniaturista del collar y de los cabellos de Battista o de las verrugas en el rostro de Federico así como el detallismo en el profundo paisaje idealizado del fondo, revelan la inconfundible influencia flamenca en la pintura de los comienzos del Cuatrocento del norte de Italia a través de pintores como Antonello da Messina, uno de los introductores en Italia de la técnica al óleo. Obsérvese el notable parentesco entre el rostro de Federico de Montefeltro de este retrato y el de el canciller Rollin de la famosa obra de Jean van Eyck: en ambos casos, el mismo rostro contundente y la misma mirada ambiciosa e insolente; dos hombres que lograron el esplendor y el poder de dos regiones florecientes de la Europa del primer Renacimiento, Urbino y Borgoña, respectivamente.